Si pensamos en el Misterio de la Santísima Trinidad puede parecernos que nos queda muy lejos, tan alto que nos parece inalcanzable… cierto es que su ser divino escapa de nuestras capacidades, pero precisamente, para que pudiéramos sentir a Dios, uno y trino, cerca, muy cerca de nuestras vidas, Dios Padre, fuente y origen de todo, dispuso el modo de unir lo humano con lo divino para toda la eternidad. La encarnación del Hijo de Dios, por la acción del Espíritu Santo, no es simplemente un acontecimiento en que parece que Dios nos visita, sino que decide asumir en su ser divino, perfecto y lleno de inmensa gloria, nuestra pobre humanidad, caduca y limitada. Todo un acontecimiento revolucionario que va a cambiar para siempre la relación entre Dios y la humanidad, ya que la Encarnación permite encontrarnos con Dios en nuestra misma humanidad, no hace falta elucubrar, divagar, imaginar… ahí en lo más hondo de nuestro ser habita Dios, uno y trino.
Algunos santos, muy queridos por mí, lo recuerdan, como por ejemplo santa Teresa en su libro «Las moradas» (cap 1.1 y 1.3): «… considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas…y en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma…» Ocomo afirma san Agustín en sus Confesiones (X, 27, 38): «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz».
En este caso san Agustín no solo afirma que Dios habita en cada uno de nosotros, sino que además insiste en esta relación corporal con Dios utilizando los cincos sentidos para referirse a esa relación íntima con la divinidad.
Este Misterio, pues, nos enseña que es importantísimo entender que la misión de la Iglesia, como recordábamos la semana pasada, no se desempeña en ideas tan puramente espirituales que hace que todo quede en lo abstracto, en meras intenciones. La misión de la Iglesia se desarrolla en el mundo, sin ser del mundo, al que debemos querer, acoger, acompañar e iluminar con la luz de la Resurrección y la sal del Evangelio. Lo humano y lo divino, desde Cristo, caminan unidos para toda la eternidad.
Por eso en tiempos como el que estamos pasando, no debemos escondernos en una espiritualidad desencarnada, sino acogiendo en nuestra vida, nuestras oraciones y nuestro compromiso cristiano todo lo que acontece a nuestro alrededor. No podemos volver el rostro pensando qué suerte que a nosotros no nos ha afectado, tampoco podemos quedarnos en un sentimentalismo estéril que nos paralice. Nuestro estilo es el de Cristo, el de Dios, en el que acompañamos con el corazón todo sufrimiento humano, lo llevamos a la oración e intercedemos ante Dios, pero también ponemos nuestras manos al servicio de los que nos rodean para aportar nuestros dones con el deseo de contribuir a paliar el dolor irremediable y erradicar el que procede de las injusticias.
Así es la Santísima Trinidad, puro Amor, que no se queda en la auto complacencia, sino que se entrega sin medida, como lo hemos celebrado más intensamente en estos días de Pascua.
Por otro lado esta solemnidad también nos recuerda, nos enseña, no ayuda a entender que esta misión la realizamos como Iglesia, como Comunidad, no simplemente porque somos un grupo de personas que se encuentran en el camino y en un lugar concreto, sino porque estamos unidos espiritualmente por el Bautismo, somos realmente hermanos los unos de los otros, y la misión de la Iglesia llegará a su plenitud en la medida en que caminemos juntos, estamos llamados a ser una «Comunidad de Amor», como la Trinidad: amor entre sus miembros, amor abierto al mundo. Los hechos de los apóstoles nos lo describen de un modo sencillo a la vez que bello: «Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común» (Hch 2,44). Y así como no se entiende el ser Padre, sino hay Hijo y viceversa, o Espíritu Santo sin el Padre y el Hijo, tampoco se entiende ser cristiano sin sentirse parte de la Iglesia, no porque lo digan los curas, sino porque el bautismo conlleva este vínculo espiritual para siempre. Unidos en Cristo formando un solo cuerpo»