PENTECOSTÉS: MÁS ALLÁ DE LA CUARENTENA

Durante estas semanas una de las palabras más repetidas es esta: «cuarentena». Para nosotros los cristianos este término tiene un significado especial, mientras en el ámbito sanitario se utiliza para determinar un asilamiento de las personas para evitar contagios, en el ámbito de la fe, hace referencia a un tiempo de purificación, de conversión, de encuentro más intenso con Dios, con Cristo. Este es el sentido de las dos «cuarentenas», una antes y otra después de Pascua.

La primera corresponde al tiempo litúrgico que conocemos como «Cuaresma», tiempo que este año se ha visto intensificado por la «cuarentena» sanitaria, ya que de algún modo nos ha obligado a vivir más activamente las exigencias propias de este período: dedicar más tiempo al silencio, a la meditación y a la oración, ayunar de aquello que no es imprescindible y centrarnos en nuestra relación con Dios. Pero tal vez no habíamos caído en la cuenta de que después de la Pascua hay otra «cuarentena» que va desde la Resurrección hasta la Ascensión, esta es mucho más festiva, pero no deja de ser una llamada a un encuentro íntimo con Cristo resucitado, por eso los evangelios de estos domingos nos ayudan a profundizar en la experiencia de los discípulos que tuvieron que asimilar esta nueva manera de relacionarse con el Maestro y abrir su mente y su corazón a la promesa de la Vida y la Resurrección.

Si en la Cuaresma hacemos más hincapié en nuestra debilidad y en la necesidad de buscar en Dios nuestra fortaleza, en la Pascua el centro debe ser, sin duda alguna, la desbordante misericordia que se derrama sobre esta fragilidad, y que en este tiempo de pandemia hemos vivido de un modo más patente.

Pero como la Pascua es mucho más rica, no se queda en cuarenta días, es decir hasta la Ascensión, sino que se extiende hasta cincuenta, precisamente este es la definición etimológica de la palabra «Pentecostés». Si estas dos cuarentenas son una invitación a vivir la fe en intimidad y llenarnos del amor de Dios, estos diez días que desembocan en la fiesta de Pentecostés son claramente un impulso para compartir en medio de nuestras calles y plazas el don de la Fe, el Evangelio con todas nuestras fuerzas. El Espíritu nos llama al encuentro, a la unidad, a compartir en comunidad la presencia viva de Cristo resucitado, lo cual nos lleva a sentirnos parte de un mismo pueblo, la Iglesia.

Por eso Pentecostés también es el día del nacimiento de la Iglesia, es el día en que los apóstoles salen de su escondite físico, pero también psicológico y emocional, para anunciar a todo el mundo el Evangelio, tal y como mandó Cristo antes de ascender a la derecha del Padre, y bautizar a todo el que quiera acoger este gran don y hacerlo vida. Pentecostés, por lo tanto, es una invitación a dar gracias no solo por el don de la Fe, sino también por formar parte de la Iglesia y sentirnos acogidos, acompañados y amados en el seno de la Madre Iglesia.

En este tiempo de pandemia, de cuarentenas, de recogimiento, también hemos podido sentir de un modo especial la acción del Espíritu Santo que ha hecho posible que, a pesar del distanciamiento, nos hayamos podido sentir unidos a Cristo, y como consecuencia los unos con los otros. Esta es la prueba clara de que la Iglesia no depende en su ser de lo material, sino de Dios, porque no es una institución terrena, aunque desarrolla su misión en el mundo, Él es quién guía a la Iglesia a lo largo de la historia, a pesar de las tropiezos de nuestros pecados, a pesar de los golpes y persecuciones, a pesar de la corrientes contrarias y alejadas de Dios.

Que esta fiesta que celebramos nos recuerde aquello de que «para Dios nada hay imposible», y tengamos así la paz y el convencimiento de que estamos en sus manos, y que nada ni nadie podrá separarnos de su amor. La historia de la Iglesia, el testimonio de tantos cristianos a lo largo de los siglos lo confirma.

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