En estas semanas de confinamiento tuve la oportunidad de hablar por teléfono con algunos voluntarios de Cáritas que, por ser mayores, se han visto en la obligación de no acudir a la atención semanal. Una de esas llamadas me conmovió, pues llorando la voluntaria me expresaba su dolor por no poder acercarse al despacho de Cáritas, por no poder atender a los que venían pidiendo ayuda. Eso me hizo pensar que la Caridad cuando se palpa en la carne del pobre, del necesitado deja de ser una actividad más o un slogan bonito, para convertirse en una oportunidad de amar como Cristo nos ha amado.
Es cierto que a Cáritas acude gente de muchos perfiles, pero en casi todos se percibe una necesidad que va más allá del alimento o de lo económico, hay un deseo profundo de sentirse escuchados y atendidos, de formar parte de la vida de alguien. La atención en Cáritas, semana tras semana, va creando una relación que supera el puro trámite caritativo, ya que se llega a conocer poco a poco a las personas: están los que no levantan cabeza y viven sumidos en la tristeza, los que vienen siempre con una sonrisa en la boca, porque como dice el dicho: «a mal tiempo buena cara». Los hay que son más tímidos y los hay que buscan la manera de sacar todo lo posible, los hay de distintas razas, países, religión,… pero esta gran diversidad se unifica en la ley del amor: «amaos como yo os he amado». Todos son hijos de Dios necesitados de su amor, de nuestro amor.
Por eso, aquellas lágrimas de la voluntaria me hizo caer en la cuenta de que no llegaremos a amar de verdad a Dios y al prójimo, sino tocamos la carne del pobre, del que sufre, del enfermo,… Pero, para que esta caridad sea perfecta y no caigamos en puro voluntarismo, o en una mera compasión estéril que busca llenar mi deseo de sentirme bien conmigo mismo, es necesario que bebamos de la fuente de ese Amor que lo da todo sin esperar nada a cambio, de ese amor que es capaz de transformar la vida del que se deja amar dignificándolo y levantándolo de sus miserias. Y esa fuente es, sin duda, la Eucaristía. La Caridad cristiana nace de la Eucaristía, fuera de ella la caridad se convierte en tan solo una acción social.
Al respecto, la Madre Teresa de Calcuta decía: «Es por eso que incluso a las hermanas más jóvenes debe enseñárseles acerca de esta presencia (de Cristo), en la eucaristía y en los pobres. Y esas dos presencias son en realidad una solo presencia, es como dos amores, aunque en realidad es uno solo, y por eso iniciamos el día con la oración, con la misa y la santa comunión. Solo una vez que lo hemos recibido como pan de vida… Entonces nos da la fuerza, el valor, el gozo y el Amor para tocarlo amarlo y servirlo en los más pobres de los pobres. Sin Él no podríamos hacerlo, pero con Él lo podemos todo».
Esto es pues en definitiva lo que celebramos en la solemnidad del Corpus Christi, en cada Eucaristía se actualiza el gran «acto solidario» de Dios para con el ser humano. Él quiso compartirlo todo con nosotros, incluida la pobreza, la necesidad, el sufrimiento y el dolor y la mismísima muerte, y por eso al comulgar nos invita a imitarle: «anda y haz tú lo mismo».
Acabo de nuevo con palabras de la Madre Teresa: «Mirad a vuestro alrededor y ved, mirad a vuestros hermanos y hermanas no sólo en vuestro país, sino en todas las partes donde hay personas con hambre que os esperan. Desnudos que no tienen patria. ¡Todos os miran! No les volváis las espaldas, pues ellos son el mismo Cristo!
Le pido al Señor que nuestra Caridad no sea una farsa, ni un adorno para quedar bien ante los demás, sino el estilo propio de una Iglesia que es fiel a su Señor! No busquemos reconocimientos ni aplausos, sino servir bien a Aquél al que se lo debemos todo, Cristo.