El pasado mes de octubre de 2019, como un año más, dábamos comienzo al curso pastoral cuyo objetivo principal ha sido: «En Cristo, IMPLICARNOS en la renovación de la acción evangelizadora y del Anuncio de la Palabra de nuestra Comunidad».
Pero los caminos del Señor no son nuestros caminos y la pandemia nos hizo despertar del letargo de la rutina, del «delirio de grandeza»; pensábamos que lo teníamos todo controlado. En horas toda nuestra sociedad y, por consiguiente, nuestra vida comunitaria cambió, se cancelaron celebraciones y actividades, los templos se cerraron y nos vimos confinados en nuestros hogares.
Han sido tiempos nunca vividos, nos enfrentábamos a algo nuevo, con más temor que curiosidad, que se fue materializando en un intenso dolor por las numerosas muertes que, día a día, se anunciaban. Ante la dificultad, hemos sacado todo lo bueno que teníamos para ponerlo al servicio del prójimo, del enfermo, del desvalido. Creyentes y no creyentes, encarnados en limpiadores, sanitarios, policías, sacerdotes y demás servicios necesarios, se ponían a trabajar por encima de sus capacidades, para ayudar a mitigar estos efectos devastadores. Todo ello ante la mirada triste e impotente de un mundo cautivo, indefenso y agradecido que buscaba, a través del aplauso y la oración, gratificar lo impagable.
Es posible que, al principio, como aquellos discípulos camino de Emaús, nuestros ojos hayan sido incapaces de reconocer a Dios, incluso lo hayamos increpado: ¿cómo un padre permite este sufrimiento a sus hijos? ¿Por qué nos castigas con este virus? Pero, con la mirada de la Fe, uno alcanza a ver cómo Dios siempre está ahí compartiendo nuestra tristeza, nuestro dolor y mostrando su rostro misericordioso a cada una de las personas que han dado su vida por los demás. La pandemia ha afectado a nuestra fe, nos ha hecho cuestionarnos, pero ante todo nos ha ayudado a fortalecerla, ya que nos exige entender mejor a Dios y plantearnos qué tipo de relación tenemos con Él; dicho de otro modo, cómo voy a acusar a Dios cuando Él me lo entregó todo para salvarme. Lo cual nos lleva a plantearnos qué imagen de Dios estoy/estamos mostrando a los que nos rodean: ¿Un Dios que lo soluciona todo? ¿O un Dios que en su Hijo, crucificado por amor, se solidariza y atraviesa el dolor y el sufrimiento de la humanidad para abrir la esperanza de la vida eterna?
La pandemia no ha sido obstáculo para vivir la fe: nuestros templos se cerraron, pero se abrieron las puertas de nuestras casas convirtiéndolas en pequeñas «iglesias domésticas», aunque, por supuesto, hemos echado de menos el calor del encuentro comunitario. Estos días hemos podido cuidar más nuestra vida espiritual, la oración, el rezo del rosario, incluso en algunas casas se crearon pequeños oratorios. Las redes sociales han permitido poder participar de la Eucaristía y otras celebraciones que quedarán grabadas en nuestra memoria como la «Bendición urbi et orbi» del Papa Francisco con ocasión de esta pandemia. Muchas celebraciones se suspendieron, otras se aplazaron; tuvimos que vivir la Semana Santa de una manera insólita y, aunque el no poder reunirnos en los templos nos provocó añoranza e incluso tristeza, hemos tenido la oportunidad de vivirla más intensamente, sin las distracciones y las prisas propias de esos días. Además, vivir la Semana Santa en este tiempo nos lleva a entender mejor el mensaje de la Cruz, porque, según cómo lo vivamos, así será la experiencia de la resurrección, la alegría pascual que ni un virus ha podido callar.
Por otro lado, nuestra vida comunitaria se ha tenido que adaptar a las circunstancias y nos ha hecho apreciar los tres pilares fundamentales en los que se apoya: la liturgia, la caridad y el anuncio de la palabra.
Por eso, en todos estos días, no ha faltado la Eucaristía, las que se retransmitían y las que los sacerdotes en el silencio de los templos o en la capilla de las religiosas han ofrecido por todos, por los enfermos, por los fallecidos y por el auxilio y consuelo de los que nos han cuidado y los que por cualquier causa han padecido. También hemos podido celebrar la fiesta de nuestra patrona y su novena. Y tener tiempo para la adoración eucarística, aunque en la distancia. Precisamente lo que más hemos echado de menos en estos meses de nuestra vida comunitaria ha sido la comunión y la adoración, lo que nos lleva a confirmar que la Eucaristía es centro y culmen de toda comunidad cristiana. Además, no hemos dejado de atender a los enfermos que lo han solicitado y se han acompañado a los fallecidos y a sus familias con sencillas celebraciones en el cementerio.
En cuanto a la Caridad, urgidos por el mandato del Señor, hemos atendido a los que necesitan de nuestra ayuda. Por un lado, lo hemos hecho desde casa, con llamadas telefónicas, cuidando a nuestras familias, especialmente a nuestros mayores, al escuchar y acompañar emocional y espiritualmente, sin prisas, a los que peor han vivido este tiempo de confinamiento. Otros han salido al balcón a aplaudir e incluso a cantar, como el Coro de El Salvador, con el deseo de animar y consolar con lo mejor que saben hacer. Y, por otro lado, lo hemos hecho en nuestra Cáritas, que no ha cerrado su puerta al que llama pidiendo auxilio; con la ayuda de voluntarios más jóvenes, hemos atendido a las familias de siempre, pero también se ha incrementado las personas que acuden, lo cual nos lleva a reforzar esta misión tan importante dentro de nuestra vida pastoral, pues forma parte del corazón.
Otra misión esencial es la del anuncio de la Palabra. No hemos podido reunirnos en estos meses, pero no hemos dejado de dar testimonio y de acompañar en la fe, especialmente a nuestros niños y jóvenes de catequesis y Juniors, mediante fichas adaptadas, actividades lúdicas, videoconferencias, etc.
Al final, ¿qué nos queda de todo este tiempo? Una necesidad profunda de confiar más en Dios, no buscarle por conveniencia, sino por amor, como Él nos ama. Lo cual nos lleva a amarnos, ayudarnos, pues todos vamos en la misma barca, como nos señaló el Papa Francisco. Nos queda que tenemos una gran suerte de poder vivir la fe en comunidad, un espacio que no debe reducirse a un lugar de actividades, sino de encuentro, de relaciones fraternas y, sobre todo, donde celebrar nuestra Fe. Una Fe que no se debe quedar encerrada en un templo, sino que está llamada a ser anunciada y compartida con todos; nuestras casas, nuestros entornos son los espacios donde debemos dar testimonio de Dios, que nos ama eternamente y que tiene la última palabra ante el sufrimiento, el mal y, sobre todo, ante la muerte.
En definitiva, la pandemia ha sido y es una oportunidad de aprender, de confiar y de amar mejor.