La Pandemia ha traído consigo una serie de nuevos conceptos que durante bastante tiempo formarán parte de nuestras vidas, entre ellos el de la «distancia social», una de las medidas más efectivas para impedir la transmisión del virus COVID-19. Esto conlleva evitar acercarnos a los demás, y por consiguiente, todo contacto.
También este concepto se aplica al hecho de no acudir a lugares que supongan concurrencia, más si cabe si eres de riesgo o tienes síntomas de poder estar contagiado. Lo cierto es que esta norma está afectando a nuestra forma de relacionarnos los unos con los otros, sobre todo entre los miembros de una misma familia.
Y precisamente esta medida sanitaria se establece cuando más necesitamos proximidad, abrazos, caricias que consuelen y animen. Pienso especialmente en tantas y tantas familias que han sufrido y sufren las consecuencias de esta pandemia, provocando tal vez una sensación de soledad o de abandono, por no poder sentirse reconfortados. Y por otro lado se produce la frustración de los que queremos consolar y mostrar nuestro cariño, y no podemos.
Desde que comenzamos la «desescalada» (otro concepto nuevo) y comenzamos a reencontrarnos, en ciertas ocasiones me he sentido muy limitado a la hora de reconfortar y alentar al que acude buscando consuelo, ya que cuando lo que me nacía era dar un abrazo, la prudencia me llevaba a contenerme y a esforzarme en transmitir con palabras y gestos lo que tan solo un abrazo puede expresar.
Por lo tanto, toda esta situación nos lleva a recrear nuestra manera de relacionarnos y de transmitir nuestro calor y cercanía, de expresar nuestros sentimientos y afectos. Y esta es la exigencia que este tiempo nos demanda a la Iglesia, a nuestra Comunidad: buscar los medios para estar más cerca que nunca del que sufre, a pesar de la distancia.
El Evangelio constantemente nos remite a los gestos de Jesús con los que sufrían: los toca, los abraza, los levanta, los besa,… gestos con los que manifiesta la proximidad de Dios del dolor humano, pero tras la ascensión esta relación de contacto es suplida por una experiencia interior que abraza todo el ser del que lo acoge. Esto me lleva a afirmar que el distanciamiento en la fe no existe, no hay distancia entre Dios y los hombres, no hay distancia entre los cristianos a pesar de estar diseminados por todo el mundo, en la Iglesia no cabe la distancia, porque la cercanía la establece no lo físico, sino lo espiritual, que aunque se vale de lo físico, no depende de él.
Por eso en este tiempo debemos valorar el gran consuelo que solo la Fe puede dar y que permite sentir cerca a Dios, que abraza y acaricia, y del mismo modo el amor y el acompañamiento de la Comunidad. Es como cuando dos amigos hace mucho tiempo que no se ven y cuando se reencuentran dicen aquello de «como decíamos ayer…» es decir, que el distanciamiento en el espacio y el tiempo no han podido más que el amor, la amistad.
El próximo sábado celebraremos la misa de fin de curso, que irá precedida de una sencilla revisión, con la intención de hacer una lectura cristiana de lo vivido en este curso, y especialmente estos meses de pandemia.
No olvidemos que seguimos unidos, más cerca que nunca, a pesar de la distancia.